CAMINANDO POR LA SIERRA DEL TAIBILLA
Teníamos desde hace años el deseo de
recorrer a pie el término de Nerpio desde Vizcable hasta La Carrasca allá en la
linde con Andalucía, desde los Pozos de la Hoya hasta las solanas de Yetas,
para conocer mejor nuestra tierra y sus gentes.
Partimos con alacridad una calurosa
madrugada de agosto desde La Molata. En el bar de la Presentación le dimos el
primer tiento al carrasqueño antes de tomar ruque, lo que me
sirvió para andar los primeros kilómetros acompañado por una rescoldera
de caballo. Con el zurrón a cuestas y buscando siempre la sombra de los chopos
nos encaminamos hacia el río. Allí, en un bancal sembrado de panizo nos
encontramos regando a un hombre de unos sesenta años, con aspecto enrevejío
e indumentaria algo esjalichá.
- Buenos días –le espetamos.
- Buenas, ¿ande van ostés por estos
andurriales?
Le explicamos nuestro propósito y nos respondió sorprendido:
- ¡Pos les espera un buen trecho!
Mientras hablábamos apareció su
nieto, el cual nos explicó que vivía en Barcelona, pero que le gustaba mucho
venirse con sus abuelos a pasar el verano.
- Perdonen, pero voy a cambiar el estajaor que se me
va el agua –nos dijo mientras cogía el escabillo.
- No se preocupe, que nosotros también tenemos prisa.
Mientras
nos alejábamos me quedé observando la agilidad con la que el nieto galuchaba
a uno de los chopos que jalonan el río. Proseguimos nuestro camino por un cauce
muerto hacia la presa de toma. En ella se encauza el agua del río a través del
canal del Taibilla para saciar la sed de buena parte de Murcia. La vegetación
es básicamente matorral: espliego, romero, manisierva, mejorana, aliagas
y bojas forman el manto que se extiende a nuestros pies.
De la presa
hacia arriba el paisaje cambia radicalmente. El río discurre por una profunda
garganta arropado por un frondoso bosque de pinos que se eleva hasta las
cumbres del Alcaboche, que además de la denominación del cerro que nos abriga
es el nombre fantástico de Nerpio en una serie de cuentos escritos por este
autor. Paramos unos minutos a refrescarnos en la Fuente de la Toba y sin darnos
cuenta nos adentramos en un inextricable laberinto de pinos y maleza que nos
llevó a lo largo de varios kilómetros, por uno de los paisajes más bonicos
que veríamos a lo largo de todo el recorrido, hasta el pantano de Turrilla.
Desde la muralla contemplamos el contraste entre el panorama que se extendía
ante nuestros ojos: en primer término, el color ocre de los bancales baldíos
expropiados para la construcción del pantano; sin solución de continuidad, el
vergel de Turrilla (Turrilla para el regalo, proclama una estrofa de una de las
cuartetas más populares que cantan los animeros): nogueras, chopos, panizo,
alfalfa..., en fin, un dibujo verde rabioso.
En este
punto nos planteamos dos opciones para proseguir nuestro viaje. Desechamos
seguir junto al río, por el cañón que el Taibilla forma desde el molino la
María hasta el Peñón, a los pies del poblado ibero del Macalón. Es, sin
duda, la ruta más espectacular, pero también la que ofrece más dificultades
para atravesarla. Así que decidimos desviarnos por El Robreo. En La Cueva, un
cortijo enclavado al fondo del barranco que asciende desde el pantano nos
encontramos con un pastor que resultó ser el Meno, increíblemente sobrio.
Entablamos una larga conversación en la que pudimos aprender lo que era una
oveja modorra, un melguicera y la falta que hacía que cayera un
nevazo que saliera el sol a rastrapanza para recuperar las marchitas
fuentes de la zona. Después nos llevó a su casa para que viéramos algunos
aperos que, aunque inservibles para la vida moderna, todavía conservaba. Por una angosta escalera subimos a la troje
donde tenía colgados un medio celemín, una artesa, una corvilla,
un radiol y varias raseras para traznar las migas.
Mientras nos mostraba y describía la utilidad de cada utensilio, los ojos se le
iban poniendo brillantes de la nostalgia que sentía, de la emoción que le
embargaba y traspasaba su piel para anegar el ambiente de aquel desvencijado
desván. Bajando la escalera pudimos ver el cuarto donde dormía, en el que había
una vieja almaraqueja. Ya en la planta baja entramos en un corral donde
guardaba un jarpil, una jábega, unas agüeras y el atarre
de un aparejo. En el patio contiguo había un marrano engascao hasta
el rabo. Por un ventanuco pudimos ver, allá en el legío, la rama esjajá
de una noguera que en sus tiempos refrescaba las tardes de estío a los vecinos
del cortijo.
Antes de
despedirnos, mientras descansábamos en unas sillas giriás se puso a escurcuñar
en un vasal y sacó una botella que llenó de vino casero.
- Esto es pa
que vayáis refrescando el galillo por el camino, je,je,je –nos dijo a
modo de despedida.
Al
levantarme para agradecerle sus atenciones me hice un garranchón en el carcañal
con un cabicote de la silla.
Proseguimos
nuestro camino hasta llegar a la Casa de la Cabeza. Por laderas repobladas de
pinos que no acaban de arraigar nos dirigimos hacia Pedro Izquierdo (de donde
se dice que tuvo lugar el noviaje más largo de la historia), a los pies
de la falda norte del cerro de Mingarnao. Iniciamos la ascensión y, conforme
subíamos nos sobrevolaban cada vez más buitres. Pepe, siempre tan optimista, lo
consideró un mal presagio hasta que el Viejo le explicó que a pocos
metros de la cumbre había un comedero donde su yerno y otros voluntarios
echaban los animales muertos para dar de comer a estos magníficos planeadores.
Después de media hora de esquivar aliagas alcanzamos la cumbre de Mingarno sin
novedad, aunque resoplando como fuelles; por eso, lo primero que hicimos fue
sentarnos a tomar aire sobre la base del monolito que señala el punto
geodésico. Desde allí vislumbramos la inmensidad de la sierra. Por el norte se
pueden ver Yetas, Peñarrubia, Molinicos, Yeste, la tierra blanca de Elche de la
Sierra. Por el este, La Fuente la Sabina y Vizcable, nuestro lugar de partida.
Hacia poniente las cumbres de Santiago de la Espada. Por el sur, en primer
término La Dehesa, Pedro Andrés y el exuberante valle que el Taibilla alimenta
desde su nacimiento hasta Nerpio, presidido por el castillo de la Tercia. Sobre
él, la imponente sierra de Las Cabras, con su hilera de picos que superan los
2000 metros y su cénit de 2107: Cagasebo. En el horizonte, la Sagra y las
estribaciones de Sierra Nevada.
Después de
todo el día caminando y hablando con monosílabos para no gastar fuerzas, no sé
si para no seguir machacándonos los pies o porque la paz del lugar nos desató la locuacidad, el caso es que allí
comenzamos una conversación que alargamos hasta el crepúsculo. Mirando las
ruinas del castillo de la Tercia comentó Brígido:
-Es raro que siendo la fortaleza más
grande de las que se conservan por esta zona no haya ningún poblado importante
a su alrededor.
-Pero hubo un poblado relativamente
importante llamado Taibilla o Taybalilla que debió estar ubicado a los pies del
castillo, según nos explicó Miguel Rodríguez Llopis cuando fuimos a visitarlo a
su casa de Murcia. El problema es su desconocimiento, ya que nunca se ha hecho
un estudio arqueológico sobre el terreno –respondío Angel.
- Acuérdate
lo que nos contó Rodríguez Llopis durante esa visita acerca de un famoso
jurista islámico natural de Taybaliya que enseñó leyes y teología en Almería y
Damasco – contesté intentando inútilmente recordar su nombre.
-Lo raro es que no exista el apellido
Nerpio. En esa comarca, a pesar de ser repoblada, el nombre de muchos pueblos
se ha convertido en patronímico, por ejemplo Moratalla, Caravaca, Yeste, Siles,
Huéscar...-reflexionó Francis.
- Pero el apellido Nerpio existe. Buscando con yahoo en
internet encontré varias entradas Nerpio en Estados Unidos. Todas eran
apellidos que figuraban en guías telefónicas. Logré contactar con uno de ellos
que vivía en California y me contó que era originario de Filipinas y que tenía
familiares con ese apellido, que no sabían de donde remanecía, en Hawai,
Canadá y en su país de procedencia –nos contó Roberto.
-Entonces, algún nerpiano anduvo
haciendo estragos con las igorrotes –dije haciendo una broma que los oriundos
no entendieron y los del pueblo malinterpretaron.
Tuve que
aclararle a Enrique, ante su persistente interrogatorio, quienes eran los
igorrotes. Y de esa explicación sacó el Nano, con su natural picardía, la
conclusión de que los Nerpio de Estados Unidos y Clemente el de Igorrote tenían
algún antepasado común.
Como sólo
llevábamos un día de caminata y aún conservábamos casi íntegras nuestras
fuerzas, todavía antes de dormir estuvimos un buen rato cantando nuestras
canciones acompañados por la guitarra de Isaac. Cuando decidimos acostarnos nos
fuimos esparciendo por el monte advirtiendo a los más inexpertos que no furgaran
en los agujeros, pues podía morderles algún jaspe. Después de curarme el
carcañal lisiao me quedé roque bajo los vastos revoltones
del firmamento.
Al amanecer recogimos el hato y nos
pusimos en marcha para llegar a comer a nuestro próximo destino: La Aurora.
Tomamos dirección a El Sapillo, lugar famoso en estos contornos por la
abundancia de sus manchas de guíscanos. Teniendo como horizonte el cerro
del Tragoncillo alcanzamos el camino que va de Prao Riondo a Jutia y a
través de él nos fuimos adentrando en la finca que lleva su nombre. De vez en
cuando pasábamos junto a las ruinas de algún cortijo y, los comentarios acerca
de la vida que hubo hasta hace cincuenta años por estos campos y la soledad que
ahora los anegaba, nos dejaban un regomello difícil de destilar. Fuimos
dejando atrás la tiná del Tragoncillo, Las Tablas, Los Habares y Jutia
hasta que, adentrándonos por el barranco de Matamoros llegamos hasta la Aurora.
Faltaban aún un par de horas para que
estuviera lista la olla de alubias morunas que había arrimao Antonia, la
mujer de Juan el de La Aurora. Para matar el tiempo y no estar arengueando,
Miguel se empeño en echar una becerra que estuvo a pique de acabar con
nuestra excursión, pues amorcó a
Rimun de manera tal que si no es por Benito allí lo revienta como al Canastero.
Del pasmo que cogió por poco le da un faratute.
Sin tiempo para reposar la comida,
salimos pitando y, pasando por la Era la Losa, Martín Moreno y el
Tamaral nos adentramos en el barranco de la Pegueruelas, por donde ascendimos
al cortijo que le da nombre. A unos centenares de metros nos asomamos a un
paisaje de vértigo: Desde riscales inmensos que se alzan sobre las Umbrías de
Tobos, ya en los confines del trémino -que diría el Meno-, divisamos
Santiago de la Espada, Vites, Tobos, La Muela y Marchena. Y a cientos de metros
bajos nuestros pies, el río Zumeta, linde natural de Nerpio con Jaén,
remansando sus aguas en el embalse de la Novia. El origen del nombre de este
pantano se debe a que se construyó a pocos metros del Salto de la Novia, lugar
así conocido porque allí se mató una moza que acompañaban a casar al Morrión,
al espantarse la burra en la que iba montada y despeñarse por esa escarpadura.
Desandando nuestros pasos buscamos un
lugar más resguardado para pasar la noche y lo encontramos entre las ruinas del
cortijo y la fuente que enfriaba el enrobinado alambique de una caldera
que unos metros más abajo reposaba
abandonada.
Por la mañana proseguimos nuestra
aventura en dirección a Huebras. Tras subir y bajar barrancos y atravesar
frondosos pinares llegamos a un piojal donde encontramos a la primera
persona desde que, el día anterior, salimos de La Aurora. Se trataba de un
pastor que estaba haciendo plaita acurrucao bajo una sabina para
protegerse del sol estival. Tras sacudirse la modorra iniciamos una amena charla por la que
aprendimos los nombres de los aquellos parajes. Estábamos en el Collao Villar y
siguiendo por la verea que bajaba pasaríamos por la Fuente el Espino hasta
llegar a la carretera de Huebras a la altura de Granizo. Pero eso sería más
adelante, porque antes de irnos nos pegamos una buena panzá de almorzar.
Él sacó del morral unos tramujos de pan y medio pernil y nosotros
el vino que nos quedaba y algunos embutidos caseros y allí mismo tuvimos que
echar la siesta el borrego.
-Hablando de borregos –inquirió Julio- ¿alguna vez ha tenido un garlito?
-Ese de ahí –dijo señalando con su
índice un cordero que pastaba junto a una atoliaga.
Después de quitarnos la galvana
cogimos ruque de nuevo y llegamos de un tirón, atravesando esos campos de
Huebras tan familiares para Roberto Sánchez, hasta Pincorto, al pie de la
majestuosa Yegua que se alza más de 1700 metros de altitud. Bordeando su ladera
norte fuimos descendiendo hasta Barranco Romero con la intención de ver una de
las maravillas forestales de nuestro término: el pino del Lorito, ejemplar
comparable, en su especie, con el más accesible Plantón del Covacho. Después de
admirarlo y fotografiarlo, subimos a pasar la noche en la Hoya el Espino.
A la mañana
siguiente nos pusimos en camino para llegar a la Fuente la Carrasca a almorzar.
Bordeando la imponente Sierra de las Cabras por la ladera sur, dando vista a la
Puebla de Don Fadrique (la medieval Volteruela) llegamos a La Carrasca. Aunque
queda muy poca gente viviendo en este lugar, había algunos emigrantes que,
aprovechando las vacaciones veraniegas, estaban pasando unos días en estos
olvidados campos de su infancia. Después de tres días caminando teníamos ya los
pies como tornajos y llenos de matauras,
así que antes de almorzar buscamos una cieca y, tras quitarnos las botas
y los carpines, zambullimos los pies en un agua tan fresca que parecía reguillo.
Por allí apareció Juan Gómez, el que fuera muchos años médico de Santiago,
natural de esta escondida aldea. Sorprendido de vernos por allí nos contó
algunas historias que él recordaba de éstas tierras.
- A propósito, ya que habéis pasado por Huebras, ¿a que no
sabéis qué significa huebra?- nos preguntó.
Ninguno supimos responder. Así que el mismo nos ilustró:
- Se trata de un término agrario. Es el espacio de tierra
que un par de mulas ara de sol a sol. La aldea se denomina en plural, porque
contiene muchas huebras.
Nos llevó a
casa de su hermano, donde nos enseñaron un ubio hueco que le compró a
Pepe el del Estanco, varios destrales, una mediana y la maqueta
de una vertedera que dicen que inventó Aniceto en Pedro Andrés, la cual estaba
destinada a impulsar la mayor revolución agraria desde que Roma inventó el
arado, pero como entonces comenzaron a imponerse los tractores ni llegó a
desarrollarse ni Aniceto pudo explotar su patente para hacerse millonario.
Después de
darnos otra tripá de comer, nos sacaron unos crespillos, una
bandeja de suspiros y francesillos
y una botella de zurracapote que dejamos temblando y que, tal y como nos
predijeron, nos quitó el escuajo que llevábamos de tanto andar y mal dormir.
Dejando a esta gente acogedora
reemprendimos la marcha en dirección levante. Al pasar junto a Roqués
vimos lo que creímos un burro –y según nos aclaró Perico echando mano de sus
conocimientos veterinarios era un mulo romo- retozando trabado por un
rastrojo. Si este viaje lo hubiésemos hecho hace treinta o cuarenta años
probablemente habríamos visto cientos de equinos, pero este cruzado de caballo
y burra fue el único de su especie que encontramos en nuestro recorrido. Sin parar llegamos a la hora de comer a Hoya
Honda, aún en el término de Nerpio, aunque sólo a cuatro kilómetros de Cañá
la Cruz. Se trata de un cortijo con varias casas hoy deshabitado, solamente
utilizado por pastores para encerrar ganado. En el frontispicio de una de sus
casas se conserva todavía, cincelado en piedra, un escudo de la Orden de
Santiago idéntico al de Aliagosa. Desde aquí se puede observar todo el campo de
La Puebla y, a lo lejos, al otro lado de la meseta, el Santuario de Nuestra
Señora de la Cabeza, patrona de María. Contemplándolo, no sé por qué, me acordé
de mi amigo Curro.
Sin darnos
tiempo para reposar, con la intención de llegar al pueblo esa misma noche para
dormir en cama mullida, comenzamos a andar buscando el Mosquito. Ascendimos
lentamente, dejando a nuestra derecha el pico de Revolcadores, hasta la Peña
Moratalla y, desde allí, en suave descenso por la Cuerda de la Gitana, con Peña
Jarota que la anuda por el otro extremo sirviéndonos de faro y atisbando a lo
lejos El Sabinar, llegamos a los Calarejos, bajo la Loma el Censo, donde tantas
veces hemos ido a por guíscanos y otras tantas nos hemos vuelto con el cesto
vacío. Continuamos caminando sobre el lecho de la rambla, pero en este monte
tan traicionero ¡qué ruta tomaríamos completamente cambiá que en vez de
llegar a Las Fuentes tiramos pa La Cañá! Desde allí nos dejamos
caer, ahora sí, al Molino de las Fuentes. Estábamos ya a un paso de finalizar
nuestro recorrido. Los pies ya no cabían en las abarcas, pero con el
ánimo de quien se ve cerca de la meta apretamos el paso río abajo, pasamos
junto al Batán a la vez que se encendían las primeras farolas y, con las últimas luces del ocaso, entramos al pueblo por la ermita.
Juan Francisco García Fernández
http://nerpio.com
Un esbozo de este relato fue publicado en el programa
de las fiestas de 1996. El cuento, en su redacción actual, vio la luz en la
edición número 11 de la revista Taibilla, correspondiente a 2004.